Adriana Lestido. Más allá de la fotografía
Por Martín Caparrós.
Diario Critica, revista C nº 2, 9 de marzo de 2008.
Una retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta, que se inaugura el próximo martes, muestra las imágenes de Adriana Lestido, 1979-2007. Al principio, se ve, Lestido hacía fotografías. Ahora no se sabe.
Son tan pocas las cosas que emocionan. Las cosas producen todo tipo de efectos: interesan aburren chocan sugieren saltan a la vista afectan gustan contrarían atontan se diluyen callan. Pero muy pocas emocionan. Quiero decir, antes que nada, que las fotos de Lestido me emocionan. Lo cual, como es obvio, no tiene por qué importarle a nadie –pero a mí sí, mucho. Y, pavo de mí, incurable, quiero saber por qué. Lo cual demuestra que sigo sin aprender nada de ella.
Hace años –ya más de veinte años-, Lestido hacía buenas fotos. Muy buenas fotos: hay una foto de Lestido –Marcha por la vida, 1982, donde una madre y una nena gritan con bronca, decisión, pañuelos blancos- que resumía el aire de una época. Y resumió, sobre todo, el principio de su búsqueda: desde entonces, Lestido intentó fotos de madres e hijas, madres sin hijas, hijas sin. En los ochentas, los primeros noventas, miró y fotografió la Casa Cuna, el Hospital Infanto Juvenil, Mujeres presas, Madres presas. Eran fotos de la tristeza, del horror y del amor extremo: el amor de quien sabe que no tiene cómo sostenerlo. Pero seguían siendo buenas fotos. Muy buenas fotos.
Lestido, poco a poco, se acercaba. Ya en 1992, cuando publicamos sus presas de la cárcel de Hornos en Página /30, escribí que “la fotografía funciona, muchas veces, como una forma de la distancia: la lente es lo que se interpone entre uno y aquello, lo que permite mirar sin tocar ni ser tocado. Estas fotos son, en cambio, el resultado de un contacto, de un acercamiento doloroso: un cuerpo a cuerpo donde el objeto fotografiado es alguien conocido, reconocible, alguien que incluso podría pedir cuentas por su imagen. (…) por esas tardes, por su obstinación, por muchas de sus fotos, Adriana Lestido llegó hasta un extremo de la narración fotográfica. Es difícil meterse más, mejor, en un espacio, un clima”. Y hacer fotos.
Pero después, en algún momento, pasó algo – sería una vulgaridad decir que fue un parto muy largo. A mediados de los noventa, durante cinco años, Lestido se lanzó a su serie más brutal: Madres e Hijas. Sabemos que Lestido no tiene hijas y que hace tiempo que no tiene madre: con esa serie empezó a dejar de tener cámara, una cámara: esa herramienta tan molesta que usan las señoras y señores que hacen fotos.
Lo descubrí de a poco: me había engañado -¿ella me había engañado?, ¿yo me había engañado? Estaba, en todo caso, engañado cuando pensé –cuando escribí, por lo menos- en 1992 que era difícil acercarse más, mejor; con esas madres y esas hijas lo hizo tanto más. O quizá nada: no es que se haya acercado; es que ser convirtió, de algún modo confuso, en lo que mostraba. Puede que la clave sea ésa: a partir de sus Madres e Hijas, Lestido dejó de mostrar; cerró los ojos. No hay nada más difícil, más extremo -digo, aunque ya dije algo así hace quince años- que hacer fotos con los ojos cerrados: sin mirar. Las fotos de Lestido ya no son miradas; ahora son tactos, olores, ruidos, movimientos: sensaciones. Que se convierten en algo así como imágenes por un abracadabra sin palabras, por un giro quietito, porque no sabrían qué otra cosa ser, aunque son otra cosa.
Lestido, entonces, dejó de hacer fotos. Hace sombras, olores, toques, pestañeos, esas cosas, posadas sobre un papel en blanco y negro. Hace –vaya a saber cómo se llaman- cosas que emocionan. A mí, por lo menos, tanto tanto.