Adriana Lestido

Lestido en la ciudad que era

por Leila Guerriero

A comienzos de los años noventa, buena parte de lo que yo creía –que Rod Stewart era cursi, que Bill Murray era un pésimo actor- se derrumbaba mes a mes, dejando al descubierto el árido cascarón de mi ignorancia. Trabajaba en Página/ 30, la revista del diario Página/12, recién llegada a ese mundo donde todos sabían quién era Gordon Lish mientras yo ni siquiera sabía quién era Raymond Carver. En el staff estaba Adriana Lestido, una de las fotógrafas más importantes de nuestro tiempo -ocho libros publicados, premios, obra en museos y colecciones privadas-, que por entonces se desempeñaba como fotoperiodista. Un día, mientras ella editaba imágenes de Marilyn Monroe, dije, pensando que iba a impresionarla, que Marilyn me parecía “una belleza vulgar”. Ni se molestó en mirarme. Apenas contestó: “Tu comentario me parece muy limitado”. Mi comentario no era mío: se lo había escuchado a mi madre, a quien creía una persona original e inteligente. Pero la frase de Lestido me reveló las cargas de necedad que contenía y fue una de las cosas que me ayudaron a ver sin prejuicios, a no seguir a la manada. Años atrás la entrevisté en un bar de Buenos Aires y me dijo: “Yo trabajo mucho, pero no necesariamente haciendo fotos. Creo que el verdadero trabajo es estar en una actitud creativa, y eso es un trabajo durísimo, porque tiene que ver con lidiar con la propia oscuridad. Sería buenísimo que llegara el momento en que no necesitara hacer nada, no sacar una foto. Simplemente contemplar”. El otro día recibí su último libro, Metrópolis, publicado por ediciones Larrivière en la Argentina y distribuído en España. Reúne fotos que tomó en los 80 y los 90 para un suplemento del diario llamado, precisamente, Metrópolis. Al abrirlo, tuve la sensación, vertiginosa y falsa, de poder reconstruir todos los momentos en los que la vi regresar a la redacción con esos negativos y revisarlos sobre la caja de luz. Me estremeció pensar que había compartido tiempo y espacio con ese talento brutal. Recordé cada una de las historias que registran estas fotos: el predicador evangélico en Plaza Once, las empleadas domésticas en la estación Primera Junta, el asentamiento bajo la autopista. Historias de una ciudad perdida, menos grandilocuente. Una ciudad en la que íbamos a microcines con sillas de paja para ver películas de Wim Wenders, en la que la mejor comida que podíamos pagar eran los spaghettis baratos de un restaurante llamado Pippo. Su mirada, ya entonces, estaba repleta de austeridad y potencia, de la audacia que tiene para no estar allí. En su último trabajo sobre la Antártida –paisajes detenidos, cegadores- hay un despojo monacal, como si se aproximara a la idea de contemplación que mencionó en aquel bar. Ahora avanza en un proyecto sobre otro abismo blanco, el Ártico. Hace semanas que me persigue un verso de San Juan de la Cruz: “Salí sin ser notada/ estando ya mi casa sosegada”. Sólo ahora entiendo por qué. Lestido está dejando su casa sosegada para dirigirse a la fusión fría. La veo deslizarse hacia ese umbral formidable y me siento a la vez aterrada y devota. Porque la entrega de artistas así se parece a la unción pero también al sacrificio.

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