Apuntes sobre Adriana antes de ser Lestido
Metrópolis
por Guillermo Saccomanno
“Quien se aleja de su casa ha vuelto”, escribe Borges en “Para una versión del I Ching”, poema que prologa ese clásico de la filosofía oriental que, combinando enseñanzas de Lao Tsé y Confucio, se constituye a la vez en texto sapiencial y oracular. Me acordé de ese verso ante Metrópolis, el libro reciente de Adriana Lestido, que impone una reflexión en su trayectoria, que va desde Mataderos a Islandia pasando por Villa Gesell. Porque mediante una revisionista toma de distancia de su vida y obra, Lestido propone un retorno a sus orígenes o, mejor dicho, a la decisiva primera mirada de Adriana, la joven fotorreportera, que pronto sería reconocida por su apellido y no tardaría en convertirse en una marca. Por tanto, este libro opera como un quién era yo antes de ser quien soy ahora.
Si hay que encontrarle una raigambre estética a Lestido seguramente nos remitiremos a Dorothea Lange y Walker Evans, los legendarios fotógrafos de la Depresión en Estados Unidos. De esas influencias, y más tarde despegándose de ellas al acercarse a la mejicana Graciela Iturbide, Lestido habría de articular una confluencia entre arte y denuncia construyendo una forma personal de expresión.
En el prólogo a Metrópolis Juan Forn cuenta cómo surgió esta nueva entrega. En Villa Gesell a fines del 2018, el cineasta Fernando Spiner buscaba fotos de los 90 para emplear en una película basada en una fotógrafa en la Buenos Aires de los 90. Y la consultó a Lestido que estaba por irse a Islandia por tercera vez. Lestido fue y volvió de la ciudad en un viaje relámpago con una mochila. Apenas Juan vio las imágenes, con su instinto de editor, se entusiasmó: “Acá hay un libro”.
Las fotos, tomadas entre 1988 y 1999, correspondían al período mítico y dorado de este diario, al suplemento Metrópolis. Cada semana, en los 90, se publicaba dedicado a un barrio. Cabe acotarlo, así surgió también “Y Rep hizo los barrios”. Ya en estas imágenes de Lestido quedaba claro que su intención era narrar. Era la misma época en que componía “Mujeres presas” (2001), su documento coral sobre la condición femenina entre rejas que más tarde profundizaría en su opus siguiente, “Madres e hijas” (2003), donde la narración se afirmaba como libro de relatos centrado en los diferentes grados de una relación familiar y de género, tránsitos íntimos que podían mudar de la borrasca a la ternura.
Imposible aislar los trabajos pioneros en “Metrópolis” que devienen, a través de tiempo y espacio, en el afuera determinante del interior de las presas o de los conflictos materno filiales, un paisaje áspero, crudo, intemperie pura y dura mientras un vasto sector de la clase media corría a Ezeiza con destino a Miami para regresar con electrodomésticos y otras porquerías. Así, mientras se producía el despojo social, mientras la revista “Caras” mostraba en sus mansiones a ricos y famosos, funcionarios, políticos y farándula, un espectro variopinto de tilinguería, y mientras ese vasto sector de clase media miraba hacia otra parte, Lestido indagaba en un tránsito callejero testimonial, desgarrador, buscando la belleza en los seres marginados.
Hace un rato aludí a la conjugación entre arte y denuncia. Para que la segunda cumpla su cometido, antes del señalamiento de la humillación hay que preguntarse qué y cómo mostrar, y cuál es la estrategia de la mirada: es decir, el método Lestido, que se plasmaría en su labor incesante, la summa “Lo que se ve” (2013), “La obra” e “Interior” (2010), “Antártida negra” (2017).
Porque Lestido siempre estuvo comprometida con su alrededor – eso que, digamos, es el contexto – desde chica. La infancia humilde en Mataderos, el hedor de los frigoríficos, las curtiembres y el cielo infinito. Había que estar ahí. Y el estar consistía en prestarle atención a la lectura de los dramas de la estrechez y las pequeñas alegrías posibles en lo cotidiano. Al respecto, Lestido ha dicho: “Soy hija de mí misma”. Pues bien, desde ese lugar primero, desde abajo, viene Lestido, y Metrópolis se aprecia entonces como imprescindible material iniciático donde se empieza a definir el estilo propio, el uso fuerte e incisivo del blanco y negro, el foco puesto en la subjetividad, y en torno, en ocasiones brumoso, un fondo cruza de niebla y oscuridad que imprime lo trágico callado de una escena a pesar de que los seres puedan trasuntar una sonrisa de esperanza, ilusión que no por frecuente deja de ser eso, ilusión, porque el mundo que Lestido captura, fija y nos planta en la cara es la desolación de una ciudad de pobres corazones. Hablo, sin rodeos, de ideología.
Debido a una lógica del desarrollo del pensamiento capitalista y su doble discurso, esos años 90 era los del fin de la historia y de las ideologías, discursos triunfalistas que le quedaban cómodísimos y le venían al pelo a los poderosos, sus cómplices, los aprovechados y los negadores. Las imágenes de Lestido, en ese raro suplemento del diario, referían su ideología. “La práctica de la emancipación política es una posibilidad legítima”, escribía por entonces el marxista irlandés Terry Eagleton. “Nadie es ideológicamente hablando un completo inocente”. Y también: “El estudio de la ideología es, entre otras cosas, una investigación del modo en que la gente puede llegar a invertir en su propia infelicidad”. A dónde apunto con estas ideas prestadas: a la cuestión del origen íntimamente conectada con la de clase. Miren ese perro vencido en la Avenida del Trabajo, miren esas mujeres pobres en Primera Junta esperando ser conchabadas como personal doméstico, miren los inmigrantes en Retiro, miren los pibes aquí y allá, en todas partes, víctimas propiciatorias de un sistema que les asignó pertenencia a la enorme masa de desposeídos. Pero, sugiero, mientras pasan las páginas de “Metrópolis”, la delicada pieza de Ediciones Lariviere, no pierdan de vista los lugares, sus días, sus noches. Porque el oficio de narrar, en este caso, en los comienzos de la joven fotoperiodista. implica ya poner el cuerpo, entrar en zonas de peligro, trátese de la represión en una marcha, la violencia del sufrimiento individual como de la captura de sombras agazapadas, la incursión en paisajes hostiles, y una luz perdida en alguna parte, que quizás pueda alumbrar “la noche oscura del alma”. Obvio, no es casual que su trabajo llamara la atención de John Berger.
Al principio de estos apuntes apelé al I Ching, texto al que supo recurrir Lestido para explicarse: “Cuando se contempla la forma del cielo, puede explorarse la modificación de los tiempos. Cuando se contemplan las formas de los hombres, se puede configurar el mundo. El amor es el contenido y la justicia es la forma”. No otro es su mensaje. Ningún otro vocablo traduce más nítidamente su objetivo. Es que el mundo podría ser mejor si se prestara atención a sus visiones.